“Quien no se define en sus raíces, termina siendo inefectivo en el fruto que pueda dar.”
Un árbol no se mide primero por la apariencia de sus ramas ni por la abundancia de su follaje, sino por la solidez y profundidad de sus raíces. Las raíces son invisibles a simple vista, pero son las que determinan si el árbol soportará la tormenta y si podrá producir fruto en cada temporada. Lo mismo sucede con nuestras vidas: si no tenemos claridad en nuestras raíces —es decir, en nuestra identidad, fundamentos y convicciones—, cualquier fruto que tratemos de mostrar será débil, pasajero y sin permanencia.
Muchos intentan vivir mostrando fruto sin haber trabajado en sus raíces. Buscan éxito rápido, reconocimiento o apariencia, pero cuando llegan los vientos de la adversidad, sus ramas se quiebran y el fruto desaparece. ¿Por qué? Porque nunca estuvieron firmemente plantados. En contraste, el salmista declara: “Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae” (Salmo 1:3). Esa promesa no es para cualquier árbol, sino para el que está plantado junto a las aguas, con raíces definidas en la Palabra y en la presencia de Dios.
Definir nuestras raíces significa entender quiénes somos y en qué creemos. Significa reconocer que nuestra identidad no depende de lo que hacemos, ni de lo que otros piensan de nosotros, sino de lo que Dios dice que somos en Cristo. Cuando nuestras raíces están en Él, nuestro fruto será consistente, bendecirá a otros y permanecerá en el tiempo. Jesús lo dijo claramente: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto” (Juan 15:5).
Hoy más que nunca necesitamos revisar nuestras raíces. ¿Están en la opinión de la gente, en las emociones cambiantes o en la verdad eterna de Dios? El fruto que damos es un reflejo directo de dónde estamos plantados. Si tus raíces son profundas en Cristo, el fruto que darás será abundante, efectivo y eterno.